Señor Presidente,
En su país nunca hubo juicios por los crímenes del 11 de Septiembre de 2001. Dirijo a usted esta carta como el ciudadano francés que primero denunció las incoherencias de la versión oficial y que abrió mundialmente el debate sobre la búsqueda de los culpables.
Cuando somos llamados a hacer el papel de jurado en un tribunal penal, estamos llamados a determinar si el sospechoso que nos presentan es culpable o no y, posiblemente, a decidir la pena que debe aplicársele. Ante los acontecimientos del 11 de Septiembre, la administración de George Bush hijo nos dijo que el culpable era al-Qaeda y que el castigo sería el derrocamiento de todos los que habían ayudado a al-Qaeda, o sea los talibanes afganos y, después, el régimen iraquí de Saddam Hussein.
Pero existen numerosos indicios que desmienten esa tesis de manera irrefutable. Si fuésemos jurados, tendríamos que declarar objetivamente a los talibanes y al régimen de Saddam Hussein inocentes, al menos de ese crimen. Por supuesto, no por ello sabríamos quién es el verdadero culpable y eso nos sumiría en un sentimiento de frustración. Pero no podemos aceptar que se condene a quienes no cometieron ese crimen, sólo porque nosotros no hemos sabido, o podido, encontrar a los verdaderos culpables.
Todos hemos entendido ya que altas personalidades estaban mintiendo cuando el secretario de Justicia y el director del FBI, Robert Muller, publicaron los nombres de los 19 supuestos participantes en los secuestros de los aviones implicados en los hechos del 11 de Septiembre. Y lo supimos porque ya teníamos las listas de todos los pasajeros de los aviones, divulgadas por las compañías aéreas, y ninguno de aquellos sospechosos aparecía en dichas listas.
Basándonos en esos elementos sospechamos del «Gobierno de Continuidad», instancia encargada de tomar el lugar de los responsables electos si estos muriesen en una confrontación nuclear. Emitimos entonces la hipótesis de que tras aquellos atentados se escondía un golpe de Estado, planificado según el método concebido por Edward Luttwak, consistente en mantener, en apariencia, el ejecutivo que ya estaba en el poder, pero obligándolo a aplicar una política diferente.
Inmediatamente después de los acontecimientos del 11 de Septiembre, la administración de Bush hijo adoptó, en cuestión de días, varias decisiones:
Creó el Departamento de Seguridad de la Patria (Homeland Security) e hizo votar en el Congreso un voluminoso código antiterrorista –redactado mucho antes de los atentados–, la llamada Ley o Acta Patriótica (USA Patriot Act). Redactado para los casos que la administración pueda decidir calificar como «terrorismo», ese texto suspende la Carta de Derechos (Bill of Rights) en la que se sustentó la gloria de su país. La “Ley Patriótica” desequilibra las instituciones estadounidenses y garantiza, dos siglos más tarde, el triunfo de los grandes propietarios que redactaron la Constitución y la derrota de los héroes de la Guerra de Independencia que exigieron que se agregara a aquella Constitución la Carta de Derechos.
El secretario de Defensa Donald Rumsfeld creó la «Oficina de Transformación de la Fuerza» (Office of Force Transformation), bajo la dirección del almirante Arthur Cebrowski, quien de inmediato presentó un plan –concebido desde mucho antes– para controlar el acceso a los recursos naturales de los países del sur. Ese plan exigía la destrucción de las estructuras mismas de los Estados y sociedades en los países de la mitad del mundo aún no globalizada. Simultáneamente, el director de la CIA inició la «Matriz del Ataque Mundial», un conjunto de operaciones secretas en 85 países cuyos Estados y sociedades Rumsfeld y Cebrowski querían destruir. Estimando que sólo se mantendrían estables los países cuyas economías estaban globalizadas, y que los otros serían destruidos, los verdaderos organizadores del 11 de Septiembre pusieron las fuerzas armadas de Estados Unidos al servicio de intereses financieros transnacionales. Traicionaron así a Estados Unidos y lo convirtieron en el brazo armados de los depredadores.
Hace 17 años que estamos viendo las consecuencias que ha tenido para los conciudadanos de usted, Presidente, el gobierno de los sucesores de aquellos que redactaron la Constitución y se opusieron en su época –sin éxito– a la «Carta de Derechos». Esas consecuencias son que los ricos se han convertido en súper ricos mientras que la clase media se ha reducido a la quinta parte de lo que fue y la pobreza se ha extendido.
Vemos también la aplicación de la estrategia Rumsfeld-Cebrowski: supuestas «guerras civiles» han destruido casi todo el Medio Oriente ampliado. Desde Afganistán hasta Libia, pasando por Arabia Saudita y Turquía –dos países que ni siquiera han estado en guerra–, ciudades enteras han sido borradas del mapa.
En 2001, sólo dos ciudadanos estadounidenses, dos promotores inmobiliarios, denunciaron las incoherencias de la versión de la administración Bush Jr. Fueron el demócrata Jimmy Walter, quien acabó viéndose obligado a exilarse, y usted mismo. Usted entró entonces al mundo de la política y acabó siendo electo presidente.
En 2011, vimos como el entonces comandante del AfriCom era separado de su cargo –en beneficio de la OTAN– por haberse negado a respaldar a al-Qaeda en su papel de fuerza terrestre que debía destruir la Yamahiriya Árabe Libia. Vimos después como el LandCom de la OTAN organizaba el apoyo de Occidente a los yihadistas en general y a al-Qaeda en particular en el intento de derrocamiento emprendido contra la República Árabe Siria.
O sea, los yihadistas, considerados «combatientes de la libertad» (Freedom fighters) cuando combatían a los soviéticos, considerados después «terroristas» en tiempos del 11 de Septiembre, se convertían nuevamente en los aliados del Estado Profundo que en realidad nunca dejaron de ser.
Vimos con inmensa esperanza los pasos que dio usted para suprimir uno a uno todos los apoyos que tenían los yihadistas. Con esa misma esperanza inmensa le vemos hoy a usted dialogar con su homólogo ruso para que vuelva la vida al devastado Medio Oriente. Y es con el mismo grado de inquietud que vemos a Robert Muller, hoy convertido en fiscal especial, proseguir la destrucción de su patria arremetiendo contra la función presidencial que usted ejerce.
Señor Presidente, no son usted y sus conciudadanos los únicos que sufren a causa de la diarquía que se ha instalado en Estados Unidos desde el golpe de Estado del 11 de Septiembre. El mundo entero es víctima.
Señor Presidente, el 11 de Septiembre no es historia antigua. El 11 de Septiembre fue el triunfo de intereses transnacionales cuyo peso se abate hoy no sólo sobre el pueblo estadounidense sino sobre toda la Humanidad que aspira a la libertad.
Thierry Meyssan inició mundialmente el debate sobre quiénes son los verdaderos responsables de los acontecimientos del 11 de Septiembre de 2001. Ha trabajado como analista político junto a Hugo Chávez, Mahmud Ahmadineyad y Muammar el-Kadhafi. Es actualmente refugiado político en Siria.
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